jueves, 10 de julio de 2014
KOCHITO El laceador de Canín Alejandro Medina Bustinza (Apurunku)
Prólogo
Conocer meramente el contexto físico geográfico y natural de las comunidades campesinas, postergadas en su mayoría al abandono, que conforman la estructura poblacional socio económica y cultural de nuestra nación, es sólo un conocimiento trivial, pasajero, distante y superficial. Aún cuando pareciera haberse actuado con ciertas voluntades políticas a favor de las comunidades, o con visos de impulsos turísticos y aproximaciones para cumplimientos de normas jurídicas y gubernamentales, aun así, en la práctica sólo constituyen visitas protocolares, por no decir campañas electoreras.
Este pasar de vista, como una sombra mecánica, a mi juicio, no es suficiente. No es lo mismo conocer de cerca en su profundidad el contexto socio cultural de cada comunidad. Es decir, saber de buena tinta su espiritualidad e idiosincrasia integrada y contenida en la convivencia colectiva, con prácticas agrarias y ganaderas de la vida diaria en las que se desenvuelven. Conocer sus concepciones de hombres y mujeres con derechos humanos, constructores de sus propias historias, tradiciones religiosas, su literatura caracterizada por la oralidad y el uso de sus lenguas originarias con las que se manifiestan maravillosamente a través de sus narraciones y expresiones musicales.
No olvidemos, nuestra sociedad andina tiene más de 10,000 años de historia frente a la invasión europea que llegaron sólo hace 600 años atrás, y en ese periodo de enfrentamientos, los pueblos originarios han resistido y conservado algunos de sus patrones culturales. Las riquezas expresivas desarrolladas en sus lenguas, permitieron la variabilidad e intensidad comunicativa de sus habitantes, junto a sus ilusiones, prácticas rituales y creencias de sus expresiones andinas, característica determinante de la cultura peruana, suscitadas de la misma sociedad y naturaleza concreta.
En el mundo andino, el hombre y la naturaleza jamás están separados. Constituyen un solo cuerpo, un solo pensamiento. Ambos configuran la vida: sienten, aman, odian, ríen, lloran, gozan y hablan un mismo lenguaje. Por eso, hoy podemos observar en sus narraciones orales y canciones populares, que siempre están presentes los elementos propios de su entorno natural con quienes conviven y se sirven mutuamente: la tierra, el agua, las montañas, lagunas, los granos y ganados, el mar. El sol, la luna, las plantas, los ríos y también sus difuntos. Su permanente lucha por conservar y prevalecer los valores solidarios, la honradez, la justicia, el respeto a la naturaleza y la organización del trabajo colectivo y fraterno (herencia cultural del pasado histórico, obtenida a través de las generaciones) ha dado lugar a estudios y declaraciones de patrimonialidad cultural de la humanidad: Caral, Fortaleza de Kuélap, Machupicchu etc. hablan por sí solos.
En aquellas prácticas colectivas de las comunidades campesinas están expuestos sus valores, profundos y humanizantes principios elementales, altamente civilizadores de hombres y mujeres sencillos y claros, frente al modelo cosmopolita del mercado liberal, del individualismo y globalización grotesca, mal llamada modernidad.
Por la ignorancia y miopía de los grupos dominantes que gobernaron al Perú, gran parte de las riquezas culturales de nuestros pueblos andinos fueron fracturadas y desdeñadas hacia el individualismo bellaco y codicioso de la cultura occidental. A pesar de los acechos de aculturación, el hombre de los pueblos originarios (andinos, amazónicos y costeños), permaneció y permanece vigente en un medio geográfico y socialmente discriminado y agredido en todo momento. Gracias a sus capacidades comunicativas y colectivas en el seno de sus relaciones sociales, continúan preservando sus expresiones culturales, sobre todo, creando nuevas posibilidades de cambios frente a sus necesidades; sus expresiones espirituales y sociales frente a los acontecimientos de la historia.
Porque en lugar de extinguirse, se fortalecieron y se robustecen creativamente a través de sus mitos, leyendas, cuentos, poesía, música, narraciones históricas, fábulas, etc. como los que ofrecemos en el presente texto. Esta pequeña historia “Kochito, el laceador de Canín” relato recogido de la Comunidad Campesina de Canín, ubicado a (3,550 m. s.n.d.m. a 7 horas de Lima) distrito de Checras, provincia de Huaura Lima – Perú, significa la evidencia real, no sólo de olvido y enajenación, en las que se hallan cientos de comunidades campesinas, sino también nos permita conocer la existencia de la imaginación y creatividad de sus habitantes, mantenidas tan sólo en la oralidad y en el anonimato, (a riesgo de desaparecer), centenares de maravillosos testimonios culturales de enorme valor literario, histórico y pedagógico. Hacemos llegar estas líneas, con el mayor cariño y reconocimiento a la comunidad de Canín, para acaso conglomerar y fortalecer con los tuyos, hacia las alturas superiores de nuestra identidad nacional.
Por último, depende de nosotros poner en relieve y afirmación los valores culturales de nuestros pueblos originarios, porque somos parte de ellos, de una u otra forma, y porque nuestras raíces así lo exigen. En el proceso de nuestro mestizaje en general, sigue palpitante nuestra identidad desde aquellas raíces. Aquí está todo lo que necesitamos si queremos mejorar la calidad de vida, alcanzar la justicia, dominar las técnicas y el conocimiento para conocer mejor el mundo y cambiarlo. Claro está, sin obviar las experiencias de afuera, que siempre serán necesarias. Ya lo dijo alguna vez el gran amauta José María Arguedas, en su discurso “No soy un aculturado”: “(…) El otro principio fue el de considerar siempre al Perú como una fuente infinita para la creación (…) no hay país más diverso, más múltiple en variedad terrena y humana ; todos los grados de calor y color , de amor y odio, de urdimbres y sutilezas, de símbolos utilizados e inspiradores (….) imitar desde aquí a alguien resulta algo escandaloso (…) en arte podemos ya obligarlos a que aprendan de nosotros y lo podemos hacer incluso sin movernos de aquí mismo…” Por ahora, eso es todo.
El autor
Callao, agosto del 2011
KOCHITO
EL LACEADOR DE CANÍN
Ya se escuchaban por todas partes, desde la Plaza de Armas de Canín, las tonadas del rodeo de la banda musical, como invitándonos acercarnos a la fiesta central. Los reventones de los cohetillos hacían sentir sus estampidos por todos los horizontes de mi pueblo. Mi familia y yo, esperábamos ansiosos de ir hacía el centro del pueblo, ser parte de la ceremonia del Rodeo Comunal. Se oyó el repicar de la María Angola haciéndonos el llamado. Me dicen que nuestro taita Acucho (San Agustín de Canín) hace rato habría salido de la iglesia, y ya estaría pasando listado a sus vaquitas. Yo me adelantaré, ya vendrán mis familiares.
Caminar con normalidad se me hecho algo difícil, felizmente tengo este bastón que me ayuda y soporta mi cansado cuerpo. Aparte de auxiliarme, tengo el presentimiento de oír al bastón, diciéndome que no debería apurarme. De todas maneras tendré un lugarcito en la mesa principal entre invitados, visitantes, personalidades que han cumplido cargos en el pueblo. Compueblanos, todos, junto a las autoridades de mi comunidad. Yo, el viejo Abad Matos Rosas, alguna vez fui también autoridad importante y cumplí con limpieza y cabalidad mis funciones. ¡Carajo… esta pierna holgazana que no me deja caminar…! ¡Cómo pesan los años, ojalá pudiera movilizarme como cuando era joven…!
Llegué a la plaza, efectivamente ya estaban allí las vacas y los toros de la comuna, traídos desde la Moya de Pampaccocha, Yuncalalo, Rucho, Wacarpin, Lumipata. Los músicos armonizaban melodías de rodeo, la mesa larga y ornamentada, y sobre ella aparecían botellas de anisados, cervezas, hojas de cocas, cigarrillos, cintas de colores, banderines. Muchos comuneros sentados alrededor del Sr. Presidente de la Comunidad, don Elmer Marcos, empezaban a bolear la coca como pidiendo a los parajes, los buenos augurios reproductivos para nuestro ganadito comunal. También nuestro taita Acucho nos miraba a cada uno, desde la puerta de la iglesia, como vigilándonos y midiendo a nuestros corazones, de cómo y quiénes veníamos al rodeo con sentimientos limpios y buena voluntad.
― ¡Tío Abad… acérquese a la mesa, tome asiento…! aquí está listo tu coca para que bolees y nos acompañes ― me invitaron con la amabilidad de siempre.
Sentado entre los concurrentes, de sobre la mesa cogí unas cuantas hojas de coca, las cubrí entre mis dos manos, agregando mi aliento desde mis más profundas emociones y las ofrecí hacia los cerros principales de Canín, dioses tutores de nuestro pueblo, como se debe hacerse: al Apu Tugurpunta (San Cristóbal) que aparecía arriba repleta de Passhula wayta; a Visskachaka, Waychaucala, a las quebradas Jaussha, Cassharajra, Cunturpuquio, Conchas, Sshalay, Yuncalalo. A las majadas de Pampaccocha, Wacarpin, Pomabamba.
Elevé mis oraciones a mis antiguos padres de Hanan o Hanin Takray. Sí pues, mis abuelos siempre me explicaron que el nombre de Canín venía de la palabra Hanan o Hanín. Nuestros antiguos vivieron en Hanín Takray o Hanan Marka (pueblo de arriba),por alguna razón se habrían trasladado más abajo, al lugar donde ahora vivimos, pero cuando llegaron los españoles, luego los curas, ellos cambiaron de nombre porque no quisieron pronunciar la palabra Hanan o Hanín y le pusieron Canín. Otros dirán que no fue así, pero eso fue lo que me contaron mis abuelos.
Abrí mis manos y dejé caer las cocas sobre la mesa. La coca no miente pues, su anuncio es claro, viene desde el mismo corazón de la tierra. Los ríos hablan a través de sus venas, nuestros padres que un tiempo existieron aquí, también nos envían sus recados siempre cuando nos hallamos con pensamiento honrado, cristalino, merecedor. La coca no miente, igual que las montañas, las praderas y los eucaliptos que saben mucho acerca de nuestras vaquitas. A ellos les debemos que nuestros ganaditos se multipliquen, y nunca nos falte la lechecita fresca en los labios de nuestros chiuchis, ni el rico sabor del puilo y cuchupita (quesillo) en nuestras mesas comunes. La coca no miente. Su mensaje es sagrado.
Muchos de mis contemporáneos ya no están en esta vida, cómo los extraño. Sólo quedamos algunos aún contemplando la manera cómo los jóvenes dirigentes de hoy organizan esta ceremonia de la Fiesta del Rodeo Comunal. Pues, nos sentimos orgullosos porque cada familia criamos nuestras vaquitas para nuestro alimento. Claro, para medicina, educación, vestido y otras necesidades, no nos alcanza. Aparte pues, nuestra comunidad tiene también sus vaquitas y nos pertenece a todos, para alegría de nuestro taita Acucho y de nuestros Apus guardianes.
Recuerdo mis tiempos vividos, de un día como hoy, donde primeramente invitábamos pasar a la mesa a toda persona visitante de otros pueblos. Porque ellos venían a conocernos para compartir sentimientos, con ojos y costumbres diferentes, aunque en algunas de sus usanzas son muy comunes a los nuestros. Por eso, siempre será una alegría hacerlos sentir bien como si estuvieran en sus casas.
Luego invitábamos a la comunidad entera. A los que fueron autoridades, vaqueros, capitanes, comuneros mayores. Especialmente a los hijos y parientes caninistos de buenos corazones quienes volvían al pueblo después de mucho tiempo. A ellos les hacíamos recordar de sus raíces existentes en Canín, de sus abuelos y tatarabuelos, es decir de sus antepasados. Les explicábamos que somos herederos de Hanín Takray, acariciados y moldeados por los vientos ariscos de San Cristóbal y Waychaucala.
Aunque sabemos, para nuestra pena, que muchos de los hijos de nuestros hijos, luego sus hijos y sus hijos y algunos caninences que han cruzado a otras ciudades grandes con llenos de cementos y jardines de plásticos, donde ya no se necesita granito de maíz para sembrar, ni agüita de lluvia para hacer parir a la mamita tierra, ellos ya no sabrán sentir el sabor calientito del chinchi y muña en el chupi de papa y chassi. El rico Urushs y Tushgo acompañadito con el quesito durito y los boyos de maíz, la semita de trigo y demás preparaditos haciéndose deliciosos en nuestras bocas. Seguro también habrán olvidado bolear la coca bendita para satisfacción y reproducción de nuestras vaquitas madres. Yo he escuchao a muchos de ellos hablar de nosotros. Que somos indios campesinos sin cultura, analfabetos, sucios. Seguro hasta nos mirarán con desprecio.
Me he enterado con mucho dolor, de cómo unas sobrinas de un amigo, y quien sabe también del mío, allá en la capital grande de mucha gente, donde igualmente hay bastantes cucarachas y roedores por todas partes, se jactan y hacen pompa y escándalos sólo porque viven en los Olivos, en Miraflores, Tahuantinsuyo, La Molina, diciendo que los del campo les apestamos, y que por culpa nuestra el país anda atrasado.
Así pues hasta los nuestros nos tienen asco. Pero cuando llegamos a Lima llevando nuestra pobreza en nuestros taleguitos, cómo nos reclaman y nos piden queso, carne, o cuando les servimos la pachamanca, papita sancochada con su quesito y su carne asado, entonces se ponen a comer hasta lamerse los veinte dedos. Se parecen a los curas perdidos: ¡Tragan como chanchos…! En ese momento no dicen nada, ni se acuerdan que son comidas de los sucios campesinos, indios analfabetos, serranos de las alturas y atrasadores de la patria, como así nos llaman.
Nos dicen también que somos los olvidados de Dios, olvidados por gobiernos con autoridades prometedores y habladores y de mucha sabiduría. ¡Aunque en eso sí tienen razón por parte…! ¡Felizmente, diosito lindo todavía no nos ha olvidado y nuestro taita Acucho nos cuida bien, tenemos nuestras montañas y parajes, ellos jamás podrán abandonarnos…! En cambio, las autoridades con hartas sabidurías, ellos sí. ¿Qué les podemos interesar los ignorantes…? ¡Ah… pero cuando llega la temporada de las elecciones, sacan leyes para obligarnos ir a votar por ellos…! Para eso sí, ya no somos los olvidados.
Ayer nomás conversando con mis compadritos don Sinforiano Tolentino, el Chinco Ruda de Mayobamba, y don Zenobio Uribe, recordábamos de estas últimas elecciones donde escuchamos habladurías que si elegíamos al actual presidente ganador, íbamos ser eliminados todos los viejitos mayores de 65 años. Así decían todos. ¡Carajo…como si ya no valemos para nada, vienen toda la vida con mentiras, creen que somos unos soncitos...!
― ¡Si pues don Abad…! ahora nos dicen viejos inservibles, carga para la familia. No saben que fuimos brazos y pensamientos frescos y fuertes. Barbechábamos la tierra en un solo día, desde Chiuchin, Waywaranga y Shogalán, hasta las pampas de Jangilcancha, Pampacancha, Condorpa pununan, Auquinccocha, y Makana pampa. Cementamos canaletas, reservorios, hicimos la carretera. Entonces hacíamos llegar aguita y teníamos bastante maíz, habas, alverjas, papitas. Ahora, aquellos reservorios, las canaletas y hasta nuestra carreterita están arruinados.
―Sí pues compadrito Chinopo, los desgraciados que nos llaman así, si saben que fuimos domadores de vientos chúcaros y de malarias tramposas. Lo que pasa es que se hacen los cojudos. Con estas nuestras manos de alisos, robles y eucaliptos ¿recuerdas compadrito…? hicimos la carretera a purito pulso. Los comuneros, dejando a nuestras familias, varios años rajamos nuestros brazos y pies abriendo brechas y peñas. Hicimos subir la carretera por Shogalanga, Naríz del Diablo, Pachacctama, Kinchajaga, Sshushumay, hasta llegar a Cruz esquina. ¡Sooo carajo…! así hicimos llegar a Canín, el primer carro “el Expreso Espadín”.
―Levantamos piedras salvajes―agregaba mi compadre Chinopo― juntando nuestras voluntades y deseos de buenos comuneros. Caray…queríamos tener camino grande, para que nuestros hijos puedan caminar más libres y conocer otros lares. Otros pensamientos, otros cielos, y nos llegue adelanto para aumentar nuestras alegrías. Pero también pues, por ese camino grande se han llevao a muchos de nuestros hijos para nunca más volver.
― Eso es cierto compadritos―les decía con algo de mi amargura―Ahora nuestra carreterita está abandona. Ninguna autoridad se acuerdan para ayudarnos arreglar. Estoy amargo,… ¿cómo puede ser que de Lima al Cusco se llega en 24 horas con 100 soles de pasaje? En cambio para Canín, a 7 horas nomás de la capital, nos cuesta más de 120 soles. De Chiuchin a Canín a 2 horas de viaje cuesta 40 a 60 soles. Los choferes dicen pues que la carretera a Canín maltrata sus carros, por eso nos cobran caro. Hasta cuando estaremos abandonados.
Así conversamos con mis compadres y recordamos a otros nuestros compueblanos con quienes forjamos la carretera: a don Oscar Rosas, Demetrio Palencia, Juan Palencia, Mercedes Mendoza, Zenón Cuadros, Eufemio Marcos, Marciano Palencia, Lucho Rosas, Martín Hoces, Pablo Matos, Deonato Matos, Zenobio Uribe, Carlos Uribe y tantos otros. Ya algunos están en mejor vida, sólo pocos quedábamos y aún boleamos la coca.
Los que todavía permanecemos en este mundo, ahora ya estamos viejos. Como les decía, hasta candidatos para presidentes dicen que ya no nos quieren a mayores de 65 años… ¡Qué jijuna carajo! Yo soy bien peruano, ya estoy bastante viejo para que me engañen. Por eso no he ido a votar por nadie. ¡Que vengan pues a desaparecernos…! Yo les esperaré con mi huaraca listo, desde la piedra grande de Jajuilca. Estoy empezando a bolear la coca para llevarlo a Makana pampa, ocultarlo entre las piedras de Auquinccocha, Pampacancha y en mi viejo corral de Jangilcancha.
Allí les haré abrazar con los rayos del sol enamorado y de la luna pretensiosa. Con el viento helado y silbador. Con las escarchas mágicas y cristalinas donde sólo nuestras vaquitas y nuestros toritos saben saborear en sus pastos. Con ellos, a mis boleos de coca los convertiré en fuertes montañas, en Killinchus y aletazos de cóndores. Luego los huaraquearé a los malvados cuchi almas que quieren envenenarnos con sus mentiras, malas intensiones y feos insultos.
― ¡Ya pues ya… que se empiece de una vez a coger a las vacas para poner las cintas…!
― ¡Se hace tarde…comencemos a señalar qué vacas se vende, qué vacas se marcan...!
― ¡Llamemos al concurso de los laceadores… hay premios o no hay...!
Se escucharon voces de los pobladores reclamando el inicio. La tarde se hacía hielo. Yo, sentado en la banca larga de la mesada, observaba los pormenores de la ceremonia, siempre boleando mi coca y mi isshcu puro (poronguito con cal molido) traído desde las piedras calizas de Marainiyocc y Wamitama. Mi corazón tranquilo recibía y festejaba escuchando las tonadas de rodeo que no dejaba de interpretar la banda. Aunque empecé a sentir, como nunca antes, el frío intenso del atardecer helándome desde mis pies, igual que un cuchillo filudo clavándose entre mis huesos, aún así, me sentía feliz disfrutando la fiesta comunal.
El presidente de la comunidad poniéndose de pie, en voz alta anunció el inicio para colocar las cintas y marcar a los ganados. Pero antes, agradeciendo a todos los presentes en nombre de la comunidad y de San Agustín de Canín, hacia saber las donaciones recibidas de parte de algunos caninistos de buena voluntad: anisados, cohetes, cintas, cocas y cigarros, banderines, caja de cerveza. Felicitaba a los capitanes de turno por lo exitoso que fue el rodeo central en el corral abajo, expresando que al final del rodeo comunal se nombrarán a los nuevos capitanes para el próximo año.
― ¿Hay concurso o no para laceadoresssss… y qué premios hayyyy?― se oyó una voz desde alrededores de la mesa preguntando acerca del concurso.
― ¡Nombren al jurado para calificar al mejor laceador…!
― ¡Apúrense pues carajo…ya me está pasando el frío por mi rodilla―decía otro comunero.
― ¡El que tiene frío que vaya pues a Pampaccocha, a lacear a su warmi, y calentar su alma enteroooo…!― contestaba otro. Y todos desatamos nuestras risas a carcajadas sueltas.
―Bien hermanos caninistos ―nuevamente el presidente tomó la palabra― Se abre el concurso para laceadores. Pueden participar los que desean. El premio para el ganador será una caja de cerveza. El viejo Marayano será el jurado, y calificará la habilidad y cantidad de reses que logre lacear aquel que desea ganar.
Todos aplaudimos el anuncio. Yo, el viejo Abad, sentado en la banca de la mesa larga y boleando la coca, pensé en mis buenos años de mi juventud. De cómo quisiera hacerlos volver ahorita para ganarme la cajita de cerveza. Cuando joven, entonces brincando sobre los espinos walanka, kincha, tocto, y las piedras de yanajaga, isscaywanca, incarumi, hilarumi, yo laceaba a las vacas de un solo tiro ensartándoles justo de sus cachos. ¡Ah…! cantando rodeos y huaynitos tumbaba yo solito a los fuertes becerros. Cómo me ojeaban y me cariñaban las caninistas solteritas, con sus ojitos grandes iguales a los frutitos dulces y negritos de los capulíes. Me gustaban sus trenzas largas que caían sobre sus espaldas, coquetonas, sujetas con hilillos de arco iris como las cintitas waytas de mi vaquita La Lucerita. Sus muecas calentadoras de calandrias enamoradas me hacían tiritar de puritas ganas. Luego, montado en mi caballo “Ojiplata” recorría las calles, por las tardecitas cogía mi guitarra compañera y les cantaba melodías que tanto gustaban escucharme:
La vecinita del frente
es una santa mujer
de noche va a la iglesia
y regresa al amanecer.
Así pues he conocido a mi Emilita querida. Encamotado por ella, mi corazón ardía a volcán y gemía como endemoniado potrillo. Conquisté su corazón de amapola, laceando, cantando con mi guitarra, boleando mi coca y brincando sobre las peñas y los montes huraños. ¡Caray…sus padres no me querían! ¡Pero yo empeñoso y terco la seguía hasta conseguir su miradita de luna llena…! ¡Cómo la quería y cómo la quiero ahora y siempre…!
Bien, antes escogeremos qué toros y vacas venderemos hoy, decía en su anuncio el presidente de la comunidad, señalando los ganados que esperaban ser laceados y colocados sus cintas de colores. Sobre este asunto intercambiaron opiniones diversas. Yo les escuchaba tranquilo, siempre boleando la coca. Luego, todos aplaudimos porque el presidente dejó la mesa para ponerse en acuerdo con los demás miembros de su junta directiva. Parece que no había arreglo. Mientras algunos expresaban la venta del ganado, otros decían lo contrario. La tarde se hacía más friolenta, ¿será tal vez… yo sentía tanto frío ya por los años cargados sobre mi espalda…? resignado pues pensé.
Mientras discutían, me serví otro vaso con harto de anisado y me los tomé de un solo trago con bastante ganitas para calmar el helado del atardecer. Fue entonces cuando me dio ganas de dormir. Me decidí por un momentito nomás, abrigándome entre mis brazos, cerrar mis ojos y llamar al sueño a que me cogiera.
Cuando así ocurría, atrancados mis ojos para atrapar el sueño, aún llegué oír la voz de un joven dirigente, don José Rosas, medio rabioso pero con buen sentido común, proponiendo que todavía no era momento para vender las reses. Además, no había necesidad urgente. Decía que los precios estaban baratos y bien podría esperarse un par de meses para venderlos en mejores ofertas. Aceptaron esta opinión. Inmediatamente empezó el concurso. El premio, una caja de cerveza para el mejor laceador, aparecía sobre la mesa a modo de animarlos a los maktillos a participar. Yo, boleando mi coca, con el anisado calentándome desde mis adentros, me quedé dormido.
― ¡Ya Abachu, vamos a lacear a los becerros, dónde está tu soga, vaya a traer para ganarnos el premio…!
De pronto escuché voces de niños, maltones muchachuelos y adultos; abrí mis ojos y vi agitando sus lazos, empeñados en atrapar a las vacas desde sus astas. Algo había sucedido conmigo, no sé cómo pero misteriosamente me había vuelto niño. Aparecí en medio de la plaza hecho un chiquillo, como cuando yo era pequeño. ¿Cómo es que ahora soy chiquillo? ¿Qué me ha sucedido…? si yo ya era un gallo experimentau, con muchas pisadas y con suficiente edad, y ahora de prontito nomás me había convertido en el chiuchi que fui antes. No sabía cómo explicarme. Con razón todos me llamaban como a un niño más: que Abachu ataja esa vaca; Abachu dónde está tu lazo; Negrito ven a ayudarme a sujetar este becerro mañoso; Abachu no te quedes parau, y así…yo era otra vez aquel Abachu, aquel negrito, como así me decían todos cuando yo era pequeñito.
No sabía cómo, pero ahora yo era otra vez un niño y no el viejo Abad. Miré a todas partes, ahí estaban laceando los muchachuelos medianos, chiquillos y adultos. El Piri juguetón, el travieso Albertin, Periquito Pedrín, el chocho Marcelo Mendoza, el Mocho Antonio Lizondro, el Juanillo camotillo, el gallito chilposo Óliver, el laceador y mejor arpista de Canín Jorge Cueva y otros. En medio de las vacas también aparecía el famoso Uchín (el Quijote de Canín) como siempre quijoteando detrás de los reses sin poder atraparlos. Corría y corría agitando su lazo, igualito que un padrillo encamotao, engreído y arrechón. Desde lejos le reconocíamos debido a su estatura de eucalipto, cuello colorao y puesto el sombrero doblado a manera de viajero apurado. Es fácil de identificarlo. Pero él y otros mayores no estaban niños, seguían siendo adultos, sólo a mí me había sucedido algo raro.
Abachu, ven aquí, ayúdame a jalar a este torito. Escuché el llamado de otro niño. Sí, era la voz de un chiuchicito como yo. Logré verlo, él tendría 7 o tal vez 8 añitos de edad. Le decían, el Kochito, pero su nombre era Luisito Enrique Uribe Lisondro. Puesta su gorrita blanca, soguilla a la mano, con su rostro enrojecido y rajado por el frío del lugar laceaba con bastante puntería. Vaya pues, este chiquillo cómo laceaba a las vacas y a los toros de 200 y 300 kilos. Dejé a un lado del por qué me había vuelto niño. Corrí hacía él, me acerqué despacio, y como si nos conociéramos siempre, nuestros ojos se abrazaron y nos alegramos vernos.
Ayúdame me decía. Había laceado otro, y otro y otro res, todos desde sus cachos. Qué chiuchi tan habilidoso, yo estaba alegre por él y por su buena puntería. Corría, atajaba y separaba a los ganados para que él pudiera lacearlos. Cuando cogía, Juntos sujetábamos hasta llamar a otros mayores para que pudieran colocar las cintas y marcar. El calificador estará pues apuntando lo que el Kochito lograba lacear, me decía satisfecho.
Todos miraban con asombro a mi amiguito. Reían, aplaudían por su maña de lacear, alentaban con arengas. Mientras Uchín, apenas lograba su primer punto, revolcándose al atrapar a un becerrito de medio año. ¡Qué gracioso se veía Uchín…! Me sentía feliz ayudando a Kochito. También, nuestro taita Acucho estaba mirándonos muy contento.
Mientras desataban la soguilla del Kochito de las astas de una vaca, se me ocurrió ir hacía Cruz Esquina para cerciorarme de algún detalle de mi niñez. Encontré la carretera hacia Chiuchín. Recordé, cuando fui niño aún no había esta carretera, pero ahora que he vuelto a ser chiuchi otra vez, la carretera existía. ¿Qué me estaba sucediendo? Bueno pues, dejé de preguntarme y ya no me importó ser niño. Sólo pensé buscar otros detalles de mi pasado, para de repente reencontrarme.
Vino a mi recordación el Jajuilca y me dio ganas de ir hacia él. Me fui corriendo, veloz, igual que mi caballito Chocaviento. En la plaza continuaba el rodeo, mi amigo el Kochito seguro estará laceando más vacas. Al llegar al mirador mi corazón palpitaba, estaba mi sangre por todas mis venas fermentándose de purita alegría, porque desde esta parte mis ojos podían contemplar todas las majadas que poseía mi pueblito querido. Elevadas montañas, en la distancia aparecían las comunidades de San Benito, Huacho sin Pescado, Akaín, Curay, Taucur, Huancahuasi, Maray (distrito de Checras) Puñon. Un poco más atrás estaban Tongos, Tulpay, y muchas más.
Los truenos de los cohetes hicieron estremecer mis orejas, la banda seguía tocando rodeos. Dirigí la vista hacia el lado de Makanapampa, Piedrarajada, Auquincocha, y ahí nomás vino a mi memoria los nombres de mis vaquitas y toritos: La Lucerita, aún tiernita como la flor de tuna. La Nevadita, Waywuash, Aceitunas, Pan de Lima, Mariposita, el Papito lindo, Mi Camotita, el Ñegrito disparador, Flor de Haba, Trinitaria, Azabache, la Coquetona, el Pichilin, la Miskichupa, Ihuayllina, Huachanita y otros más.
Abajo, hacia Chuclanga y Rirpachacuna, se divisaba la Pampa del Toro Rumi. Recordé a mi padre cuando me contó una historia de un tiempo atrás. Una noche de luna llena, me decía, un toro mocho grande (sin cacho), habría bajado desde Wanchaj, cruzando el río Chiuchin subió por Waywaranga bramando su bravura para cornearse con otro toro colosal, que bajaba igual, mugiendo por las praderas de Tugurpunta y Pissgubamba. Se encontrarían en las pampas de Marcashga donde ambos se embistieron toda la noche, horas tras horas, cerca al amanecer, hasta que un madrugador de Canín pasaba por allí, vio a los dos toros peleándose furiosamente. Corrió avisar al pueblo, pero los toros al verse sorprendidos por ojos humanos se habrían convertido en dos enormes piedras. Desde entonces quedó con el nombre “Pampa de Toro Rumi” donde se encuentra dos piedras grandes de formas de dos toros, corneándose siempre.
Me explicó también, para nuestra alegría con el encanto del Toro Rumi, nuestros animalitos aumentarían en críos y razas. Para eso estaba allí el Toro Rumi, con su encantamiento dispuesto para aparearse con nuestras vaquitas.
¡Abachu…dónde estás…! otra vez oí el llamado del Kochito. La tarde ya se había hecho casi oscura; corrí hacia la plaza, todos festejaban la culminación del concurso. Vi que a alguien le levantaban de los brazos sobre la mesa. Sí, era al Kochito, había ganado el concurso. Decían que logró lacear a 16 reses, otros quedaron en segundo y tercer lugar con 13 de puntaje. ¡Viva el Kochito…el mejor laceador de Canín…!Viva el Kochito…¡ Gritaban todos.
Traté de acercarme al lado de mi amigo ganador, sin embargo algo me detenía para no hacerlo. Me quedé parado allí, no podía moverme, como atado al suelo estaba o alguna fuerza extraña no me permitía movilizarme. Sólo distinguía que todos festejaban alegres. Mirando a todas partes aproveché buscar a algún familiar. Entonces logré reconocerlos a mis padres. Ahí estaban, eran ellos, increíblemente volver a verlos era imposible, pero allí estaban: Cornelio Matos y Elisa Rosas, jubilosos bailaban junto a mi prima mamá Chumi. Mis tías: María, Donatila y Victoria Rosas. Mi primo Faustino Rosas (taita Pacucho) mis hermanitos Félix, Regnoberto, Alfonso, Alejandro, Merardo, y mi hermanita Inocenta Bermúdez, todos festejaban bailando alrededor de la banda. Quise abalanzarme para abrazarlos, mi corazón latía, pero no podía moverme.
Un poco más allá, para mi mayor contento apareció don Toribio Gutiérrez y doña Santosa Marcos, al lado de ellos venía una wambra chinita, sujeta a las polleras de su madre. ¡Ay caray…! era mi Emilita linda, toda flacucha y pichiuchanca ella. Puesta su sombrero de lona blanca con sus cintas de colores y su manta tejida de lanilla alpaca y carnero. Mi corazón saltaba de harto gozo, igualito el chiwaco sobre los ramajes de los rayanes. Hubiera querido acercarme para saber si me reconocía, pero otra vez no podía moverme. Allí estaba ella, mi Emilita hermosa, se parecía a la flor de retama, bolabolawayta y jaulawayta, y me quedé allí tan sólo contemplándola, empilao, con las ganitas llenas para acercarme y abrazarla, aunque ahorita éramos aún muy niños.
Volví mis ojos hacia la calle del 28 de julio, en la esquina aparecía la tienda grande de mi padre. En su puerta, sentado sobre una piedra lisa alguien cantaba un rodeo. Dulce y sentimental era la melodía. Le reconocí, era Eutemio Cueva, bastante joven él, siempre entonando canciones caninistas.
Frente a la tienda, desde un rinconcito apartado también estaba la Viacha, sentadita, satisfecha y orgullosa observaba la fiesta. Habría venido desde las ruinas de Chimcha donde quedaba su casa, pasando por Jachacra, Tuctuc, Kalapirka, Pissgubamba y Wailanin. Las canciones de Eutemio la emocionaban igual que a mí. Mientras él cantaba, yo también tarareaba en mi pensamiento tratando de seguirle su compás:
Passhkula wayta tiene tres colores
blanco amarillo una moradita
así lo mismo mi vaquita madre
adornadita de sus becerritos.
A la subida de Pampa Cancha
pichiucito me ha silbado
eso habría sido la mala seña
para no encontrar mi Lucerita.
Condorcito de Makana pampa
tú que vuelas por el aíre
cuidadito con ojearlo
a mis lindos becerritos.
Fuga
¡Ay quesulay queso
traigo mi cinchón grande…!
¡Ay lechelay leche
traigo mi porongo grande…!
Otra vez llegaron a mis oídos el ruido de los cohetes reventando en tronadas sobre el espacio azul de Canín, que me hizo volver en mí, interrumpiéndome a seguir cantando. La banda continuaba sus melodías, el presidente levantaba el brazo del niño triunfador haciendo llamar a sus padres, don Rufino Uribe y a doña Dina Lisondro, para entregarlos el premio. Ya que no podía moverme para acercarme al Kochito y felicitarle, busqué entonces sentarme sobre una piedra redonda que por cierto aparecía a mi lado.
Cómo quemaba el frío. Creo que allí nadie tomaba en cuenta mi presencia, o hasta parecía que no me veían. En eso, derepente sentí sobre mi espalda que alguien me cubría con un poncho de vicuña. Levanté la vista, y me encontré con unos ojos azabaches que me miraban, tiernos y profundos como el cielo estrellado de esta mi tierra. Era la Viacha, sí, la Viacha, amorosamente colocaba el poncho sobre mi cuerpo diciéndome que me abrigara. Luego se alejó en dirección a su casa, por el camino hacia las ruinas de Chimcha, haciéndome saber antes, que alguna vez la visitara. Le prometí hacerlo. Abrigado con el poncho, sentado sobre la piedra, otra vez me quedé dormido perdiéndome en la profundidad de un dulce sueño, mientras continuaban las bullangas de la fiesta.
¡Viva el Kochito, el mejor laceador de Canín…! ¡Tío Abad despierta… salud tío Abachu…!
Y me despertaron violento, todos coreaban vivas al Kochito. Abrí mis ojos, me di cuenta que me hallaba sentado en la banca de la mesa larga, como al principio, y también yo ya no era un niño. Sólo recordaba que por unos momentos me había quedado dormido y como en sueños ( y fue un sueño), había vuelto a la época de mi niñez convertido en chiuchi. Pero ahora que me despertaron, yo era otra vez el viejo Abad Matos. Ni mis padres, la Viacha, la tienda, ni Eutemio, ya no estaban allí.
Al Kochito le levantaban sobre los hombros por ser el ganador y mejor laceador de Canín. Eso sí era cierto y la carretera también, igualitos como los había vivido en mi sueño hace unos instantes convertido en el negrito Abachu. Ahora, todos los presentes continuaban avivando al Kochito. Y otras voces se oían por allí, yo escuchaba llamándome desde algún lugar de la plaza:
¡Viva el Kochito…! ¡Tío Abachu ven a bailar por aquí…¡
¡Salud Camote Abachu…, ponte de píe y ven a beber este anisado…, salud Camotito…!
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