Juan Matasiete (cuento tradicional), Anónimo
Había
una vez un zapatero remendón que se llamaba Juan. Como todos los
zapateros remendones, no ganaba casi nada. Un día de verano, más
malhumorado que otras veces y agobiado por el calor. Juan estaba
tirado en el suelo intentando dormir. Un montón de moscas zumbadas
dentro de la casa, incordiando, y Juan, en un arrebato furioso, pegó
un manotazo y mató siete de un golpe. Contó las moscas
despatarradas en el suelo y se sintió tan orgulloso que se animó y
decidió que todo el mundo tenía que conocer su valentía.
Inmediatamente, escribió un letrerito que decía: “Siete de un
golpe”. Y se lo plantó en el sombrero y se echó a la calle
resuelto a cambiar su vida y acabar con su miseria.
Cuando llegó al pueblo vecino,
las gentes que se acercaban leían lo que ponía en el sombrero:
“Siete de un golpe”. Y se apartaban en seguida, por si acaso. La
fama de Juan se extendió, y, en el siguiente pueblo por el que pasó,
la gente sólo se atrevía a mirarlo desde lejos, por detrás de las
puertas entreabiertas de sus casas o desde lo alto de los balcones.
Tras mucho andar, Juan llegó a la capital. El rey, que se había
enterado de que en su reino vivía un hombre tan valiente, lo mandó
llamar a palacio. Juan acudió y fue anunciado como un gran
personaje. Subió unas grandes escaleras y, cuando el rey lo vio con
aquel letrero en el sombrero, no supo si echarse a reír. Le
preguntó:¿Es
cierto eso de que usted ha matado a siete de un golpe?
De un golpe. ¡Vaya,
hombre! ¿Y se atrevería a matar a un gigante que vive en un bosque
cercano y que hace años que nos hace la vida imposible?
¿Es
verdad que quien mate al gigante se casará con la princesa?-se
interesó Juan.
Así
es. Si lo consigue, le concederé la mano de mi hija.
Juan pensó un poco y contestó. Muy
bien. Yo no tengo miedo. ¿Y
qué necesita usted? Antes
que nada, una buena comida. Y cuando vaya a buscar al gigante,
necesitaré un pájaro, un huevo y una maroma muy larga. Juan se pasó
dos o tres días en palacio, dándose la gran vida, hasta que se
decidió a salir por el gigante. Le dieron lo que había pedido;
guardó el pájaro en un
bolsillo, el huevo en el morral, enrolló la maroma a su espalda y se
encaminó tranquilamente
al bosque. Nada más al llegar, le sale el gigante al paso y le dice: ¿Cómo
te atreves a entrar en mis dominios?
Y
cuando Juan se detuvo, el gigante se agachó para ver lo que llevaba
escrito en
el
sombrero: "Siete
de un golpe" leyó el gigante. Y se echó a reír de tal forma
que todo el bosque
comenzó a temblar como si hubiera un terremoto. ¡Menudo bromista
estás
tú hecho! Si
tan valiente se cree usted repuso Juan, ¿por qué no acepta una
apuesta?¡Hombre,
como quieras! Me divertiré un rato y luego te aplastaré.
Vamos
a ver quién tira una piedra más lejos.El gigante agarró un pedrusco y
lo tiró muy lejos. Mientras tanto, Juan sacó el pájaro de su
bolsillo y lo echó a volar. El pájaro se perdió en el cielo y el
gigante, creyendo que era una piedra, se quedó con la boca abierta.
¡Caramba,
renacuajo! Tú ganas. Vamos a ver ahora quién es capaz de sacar agua
de una piedra. Cogió una piedra y la apretó entre sus manos con tal
fuerza que empezó a gotear jugo sobre el suelo. Juan,
disimuladamente, sacó el huevo de su morral. Cuando el gigante lo
miraba convencido de que esta vez ganaba, Juan reventó el huevo, y
la clara y la yema resultaron mucho más abundantes que las gotas que
el gigante había sido capaz de sacar de la piedra.
El
gigante, después de abrir los ojos como platos, empezó a irritarse. ¡Muy
bien, enano! Hagamos otra apuesta. A ver quién arranca más árboles.
Bien.
Ya puede empezar usted, que yo, mientras, me preparo. Se puso el gigante a descuajar
un árbol y, entre tanto, Juan desenrollaba la larga maroma y
empezaba a pasarla alrededor de los primeros troncos.¿Qué
haces? preguntó el gigante intrigado.
Voy
a rodear el bosque con esta maroma y voy a arrancar todos los árboles
de una vez.¡Para,
insensato! ¡Para, que me dejas sin bosque! Muy
bien. Pero esta también la gano yo.
¡Bien,
hombre, bien! Vamos a ver ahora quién come más.
El
gigante preparó dos calderos enormes de canchas y se pusieron a
comer. Mientras el gigante comía como la bestia enorme que era, Juan
simulaba comer aún más aprisa, pero lo que hacía era ir echando cachas en el morral. El gigante ya no podía más.Yo
ya estoy harto. ¡Calle,
hombre! Yo no he hecho más que empezar.
Al
gigante la furia empezó a subirle a la cabeza, y, completamente
enrojecido, gritó:
¡Vamos por la definitiva! ¡A ver quién corre más! De
acuerdo dijo Juan. Pero en mi pueblo es costumbre dejar ventaja al
más pequeño.
¡Lo
que tú quieras! Ya puedes salir, que en cuanto te pierda de vista
echaré detrás.
Cuando ya estaba un poco más lejos, Juan empezó a correr con toda
su alma.
Se encontró con unos pastores y les dijo:
¡Voy
huyendo del gigante! Cuando lo miren llegar, le dirán que me he
rajado la barriga
para correr más deprisa sin el peso de las canchas. Y diciendo esto a
toda prisa, clavó su cuchillo en el morral y las gachas empezaron a
salirse chorreando hasta el suelo conforme él seguía corriendo. En
seguida llegó el gigante.
¿Han visto al enano que ha pasado corriendo? Sí,
señor contestaron los pastores. Se paró un momento para abrirse
la barriga con un cuchillo porque las canchas le pesaban mucho, y
salió corriendo más aprisa de lo que llegó. ¡Conque
ésas tenemos! ¡Pues ahora verá!
El
gigante desenvainó su alfanje y se rajó la barriga de arriba a
abajo para que salieran las canchas. Y, claro, con las canchas le
salieron también las tripas, no pudo dar más de dos pasos, se
desplomó sobre el suelo como una montaña y se murió. Juan volvió
al rato y vio que el gigante estaba muerto. Muy contento, se fue para
el palacio, directo a la sala del trono. ¡Majestad,
ya puede enviar a sus hombres a recoger al gigante! ¿Es
posible? En
medio del bosque está, con las tripas al aire.
Varios
soldados partieron a comprobar que era cierto. Cuando regresaron,
Juan esperaba muy
contento luciendo orgullosamente el letrerito en su sombrero: "Siete
de un golpe". El rey casó felizmente a su hija, la princesa,
con Juan, y los dos fueron felices y Juan se hartó de perdices. Y
cuanto contado, cuento acabado.
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