La
historia de Sarita comenzó en el humilde barrio de Belén, en
Huaraz, una ciudad ubicada en la sierra norte del Perú, a más de
tres mil metros de altura sobre el mar y a unos 400 kilómetros de
Lima. Allí nació el 1 de marzo de 1914. Su padre se llamaba Amadeo
Colonia Flores, de quien se dice trabajaba como carpintero. Su
madre, Rosalía Zambrano, se desempeñaba como ama de casa. Sarita
era la mayor de cuatro hermanos: Hipólito, Esther y Rosa; ésta
última la única de la familia Colonia Zambrano que aún sobrevive y
a quien muchos admiran por su parentesco con Sarita.
Se
sabe también que la familia profesaba una profunda fe por la
religión católica y que en algún momento de su vida Sarita estuvo
tentada a convertirse en monja.
Sarita
no era una niña del común. Su hermano Hipólito Colonia cuenta en
su biografía que a Sarita “no le atraían las muñecas”, que más
bien se interesaba en las estampas y en las medallas religiosas, y
rezaba ante ellas en un pequeño altar que había adecuado en su casa
para tal fin.
“En
esta etapa de su vida se notaba claramente su vocación religiosa”,
recuerda el único hijo hombre de la familia Colonia Zambrano.
“Se
posaba de rodillas, miraba al cielo y rezaba con todo fervor y
recogimiento”, menciona Hipólito en sus memorias. Hasta el día
que su familia decidió viajar hacia la capital en busca de un médico
que curara a su madre de la bronquitis que la afectaba; y tal vez con
el deseo de encontrar un mejor futuro en la gran ciudad, el mismo
interés que ha motivado a miles de peruanos desde hace más de tres
décadas. Quizás ahí esté la respuesta de porqué tantas personas
la veneran aún sin la complacencia de la Iglesia Católica.
La familia Colonia Zambrano se asentó en el populoso sector de Barrios Altos, en el centro de Lima. Sarita ingresó al colegio católico Santa Teresa de Mavillac, que era manejado por una congregación de monjas francesas. Pero el médico le recomendó a su madre vivir en un lugar de clima seco y a los Colonia Zambrano no les quedó otra opción que regresar a Huaraz. Cuatro meses después Rosalía falleció y Sarita, cómo hermana mayor que era, debió encargarse del cuidado de sus hermanos.
Sarita
debió trabajar desde muy niña. Empezó ayudando en una panadería
de Huaraz pero muy pronto regresó con su padre a Lima, donde se
dedicó al cuidado de los hijos de una familia italiana que vivía en
El Callao. También trabajó como vendedora de pescado en el mercado
central, como vendedora de frutas, de ropa, y como empleada de una
cafetería. En los andes peruanos es costumbre que en ausencia de la
madre las hermanas mayores cumplan su rol y Sarita lo supo ejercer
con absoluto compromiso.
Pese
a su origen humilde y a los sacrificios que en vida debió soportar,
los fieles reconocen en Sarita a una mujer bondadosa y generosa, un
alma caritativa que compartió lo poco que tenía con los más
necesitados que encontraba en su camino.
No
había cumplido aún los 27 años de edad, cuando enfermó de
paludismo pernicioso y falleció en el Hospital Bellavista, de El
Callao. Aquello ocurrió el 20 de diciembre de 1940. Aunque su
familia siempre sostuvo que después de beber aceite de ricino
–sustancia utilizada antiguamente como laxante–, se quedó
dormida y nunca más despertó.
Otra
versión sobre su muerte se ha vuelto vox populi entre los creyentes
de Sarita Colonia: se dice que se lanzó al mar cuando se vio
acorralada por un grupo de hombres que pretendía violarla.
Sus
restos fueron enterrados en una fosa común de la periferia del
cementerio Baquíjano y Carrillo, y con el paso del tiempo su tumba
empezó a ser visitada por sus familiares y creyentes, quienes
frecuentaban el lugar para orar por las almas de los muertos
desamparados. Se dice también que fueron los estibadores del puerto
de El Callao los primeros en rendirle culto al alma de Sarita.
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