La abeja haragana
Había una vez en una colmena una abeja que no quería trabajar. Es
decir, recorría los árboles uno por uno para tomar el jugo de las flores; pero
en vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del todo.
Todas las mañanas, apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día.
Zumbaba muerta de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía
a salir y así se la pasaba todo el día, mientras las otras abejas se mataban
trabajando para llenar la colmena de miel, porque la miel es el alimento de las
abejas recién nacidas.
Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole:
–Compañera: es necesario que trabajes, porque todas las abejas debemos
trabajar.
Y ella respondió en seguida – ¡Uno de estos días lo voy a hacer!
No hay mañana para las que no trabajan– respondieron las abejas, que
saben mucha filosofía.
Y diciendo esto la empujaron afuera.
La abejita, sin saber qué hacer, voló un rato aún; pero ya la noche caía
y se veía apenas. Quiso cogerse de una hoja, y cayó al suelo. Tenía el cuerpo
entumecido por el aire frío, y no podía volar más.
Arrastrándose entonces por el suelo, trepando y bajando de los palitos
y piedritas, que le parecían montañas, llegó a la puerta de la colmena, a
tiempo que comenzaban a caer frías gotas de lluvia.
– ¡Ay, mi Dios! –clamó la desamparada–. Va a llover, y me voy a morir
de frío. Y tentó entrar en la colmena.
Pero de nuevo le cerraron el paso.
– ¡Perdón! – gimió la abeja –. ¡Déjenme entrar!– Ya es tarde – le
respondieron.
– Es más tarde aún. – ¡Compañeras, por piedad! ¡Tengo frío!– Imposible.
– ¡Por última vez! ¡Me voy a morir! Entonces le dijeron:– No, no morirás. Aprenderás en una sola noche lo que es el descanso ganado con el trabajo. Vete.
Y la echaron.
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