Aquel día demoré en la calle y no sabía qué decir al volver a casa. A las cuatro salí de la escuela, me detuve en el muelle, donde un grupo de curiosos rodeaba a unas cuantas personas. Metido entre ellos supe que había desembarcado un circo.
-Ese es el barrista- decían unos, señalando a un hombre de mediana estatura, cara angulosa y grave, que discutía con los empleados de la aduana.
-Aquel es el domador.
Y señalaban a un hombre hosco, de patillas, con gorrita, polaina, un latiguillo en la mano y cierto desenfado en el andar.
Le acompañaba una bella mujer con flotante velo lila en el sombrero; llevaba un perrito atado a una cadena y una maleta.
-Éste es el payaso – dijo alguien.
El buen hombre volvió la cara vivamente:
-¡Qué serio! –dijo alguien.
-Así son en la calle – añadió otra persona.
El payaso era una joven alto, de ojos vivaces, respingada la nariz y ágiles manos.
Pasaron luego algunos artistas más. De la mano de un hombre viejo cruzó, delante de nosotros, una niña muy blanca, sonriente, de rubios cabellos, de lindos y morenos ojos.
Así pasaron todos.
Seguí entre la multitud aquel desfile y los acompañé hasta que tomaron un coche, y partieron entre la curiosidad bullanguera de las gentes.
Yo estaba dichoso de haberlos visto. Al día siguiente contaría en la escuela quiénes eran, cómo eran y que decían.
Pero encaminándome a casa, me di cuenta de que estaba oscureciendo. Era muy tarde. Ya habrían comido. ¿Qué decir Me sacó de mis pensamientos una mano que se posó en mi hombre.
-¡Cómo! ¿Dónde has estado?
Era mi hermano Anfiloquio. Yo no sabía qué responder.
-Nada – dije con forzada despreocupación – que salimos tarde del colegio…
-No puede ser; porque Alfredito llegó a su casa a las cuatro y cuarto...
Me fregué. Alfredito era hijo de Enrique, el vecino; le habían preguntado por mí y había respondido que salimos junto de la escuela.
No había nada. Llegamos a casa. Todos estaban serios. Mis hermanos no se atrevían a decir palabra. Felizmente, mi padre no estaba y cuando fui a dar el beso a mamá, ésta sin darle importancia de otros días, me dijo fríamente:
-Cómo jovencito, ¿éstas son horas de venir?
Yo no respondí nada. Mi madre agregó:
-¡Está bien!...
Me metí en cuarto y me senté en mi cama con la cabeza inclinada.
Nunca había llegado tarde a mi casa. Oí un manso ruido: levanté mis ojos. Era mi hermanita. Se acercó tímidamente a mí.
-Oye – me dijo tirándome del brazo y sin mirarme de frente -, anda a comer.
Su gesto me alentó un poco. Era mi buena confidente, mi abnegada compañera, la que se ocupaba de mí con tanto interés como de ella misma.
-Ya comieron todos, le interrogué.
-Hace mucho tiempo. ¡Si ya vamos a acostarnos! Ya van a apagar el farol del patio.
-Oye – le dije -, ¿y qué han dicho?
-Nada; mamá no ha querido comer…
Yo no quise ir a la mesa. Mi hermana salió y volvió al punto trayéndome a escondidas un pan, un plátano y unas galletas que le habrían regalado en la tarde.
-Anda, come, no seas zonzo. No te van a hacer nada… Pero eso sí, no lo vuelvas hacer…
-No, no quiero.
Me acordé del circo. Entusiasmado pensé en aquel admirable circo que había llegado, olvidé un poco mi preocupación, empecé a contarle las maravillas que había visto.
¡Eso era un circo!
-¡Cuántos volatineros hay! – le decía -, un barrista con unos brazos muy fuertes; un domador muy feo, debe ser muy valiente porque estaba muy serio. ¡Y el oso! ¡En su jaula de barrotes, husmeando entre las rendijas! ¡Y el payaso! Y unos hombres, un montón de volatineros, el caballo blanco, el mono con su saquito rojo, atado a una cadena. ¡Ah, es un circo espléndido!
-¿Y cuándo dan la función?
-El sábado…
E iba a continuar, cuando apareció la criada:
-Niñita, ¡a acostarse!
Salió mi hermana. Oí en la otra habitación la voz de mi madre que la llamaba y volví a quedarme solo, pensando en el circo, en lo que había visto… y en el castigo que me esperaba.
Todos se habían acostado ya. Apareció mi madre, se sentó a mi lado y me dijo que había hecho muy mal. Me riñó blandamente y entonces tuve claro concepto de mi falta. Me acordé de que mi madre no había comido por mí; me dijo que no se lo diría a papá, para que no se molestase conmigo. Que yo le hacía sufrir, que yo no la quería…
¡Cuán dulces eran las palabras de mi pobrecita madre! ¡Qué mirada tan pesarosa con sus benditas manos cruzadas en el regazo! Dos lágrimas cayeron juntas de sus ojos, y yo que hasta ese instante me había contenido no pude más y, sollozando, le besé las manos.
Ella me dio un beso en la frente. ¡Ah, cuán feliz era, qué buena era mi madre, que sin castigarme me había perdonado!
Me dio después muchos consejos, me hizo rezar, me ofreció la mejilla, que besé, y me dejó acostado.
Sentí ruido al poco rato. Era mi hermanita. Se había escapado de su cama descalza; echó algo sobre la mía, y me dijo volviéndose a la carrera y de puntitas como había entrado:
-Oye, los dos centavos para ti, y el trompo también te lo regalo...
II
Soñé con el circo. Claramente aparecieron en mi sueño todos los personajes. Vi desfilar a todos los animales. El payaso, el oso, el mono, el caballo, y en medio de ellos, la niña rubia, delgada, de ojos negros, que miraba sonriente. ¡Qué buena debía de ser esa criatura tan callada y delgaducha! Todos los artistas se agrupaban, bailaba el oso, pirueteaba el payaso, giraba en la barra el hombre fuerte, en su caballo blanco daba vueltas al circo una bella mujer, y todo se iba borrando en mi sueño, quedando sólo la imagen de la desconocida niña con su triste y dulce mirada.
Llegó el sábado. Durante el almuerzo mis hermanos hablaron del circo. Exaltaban la agilidad del barrista, el mono era un prodigio, jamás había llegado un payaso más gracioso que “Confitito”, qué oso tan inteligente y luego… todos los jóvenes de Pisco iban a ir aquella noche al circo…
Papá sonreía aparentando seriedad. Al concluir el almuerzo sacó pausadamente un sobre.
-¡Entradas! – cuchichearon mis hermanos.
-Sí, entradas. ¡Espera!... – dijo uno.
El sobre fue al poder de mi madre.
Se levantó papá y con él la solemnidad de la mesa; y todos saltando de nuestros asientos, rodeamos a mi madre.
-¿Qué es? ¿Qué es?...
-Quietos o… ¡no hay nada!
Volvimos a nuestros asientos. Se abrió el sobre y ¡oh, papelillos morados! Eran las entradas para el circo, venían dentro de un programa. ¡Qué programa! ¡Con letras enormes y con los artistas pintados!. Mi hermano mayor leyó. ¡Qué admirable maravilla!
El afamado barrista Kendall, el hombre de goma; el célebre domador Mister Glandys; la bellísima amazona Miss Blutner con su caballo blanco, el caballo matemático; el graciosísimo payaso “Confitito”, rey de los payasos del Pacífico, y su mono; y el extraordinario y emocionante espectáculo “El Vuelo de los Cóndores”, ejecutado por la pequeñísima artista Miss Orquídea.
Me dio una corazonada. La niña no podía ser otra… Mis Orquídea. ¿Y esa chica frágil y delicada iba a realizar aquel prodigio? Celebraron alborozados mis hermanos el circo; y yo, pensando, me fui al jardín, después a la Escuela, y aquella tarde no atravesé palabra con ninguno de mis camaradas.
III
A las cuatro salí del colegio, y me encaminé a casa. Dejaba los libros, cuando sentí ruido y las carreras atropelladas de mis hermanos.
-¡El “convite”! ¡El “convite”¡
-¡Abraham, Abraham! Gritaba mi hermanita -. ¡Los volatineros!
Salimos todos a la puerta. Por el fondo de la casa venía un grupo enorme de gente que unos cuantos músicos precedían. Avanzaron. Vimos pasar la banda de músicos con sus bronces ensortijados y sonoros, el bombo iba delante dando atronadores compases, después, en un caballo blanco, la artista Miss Blutner, con su ceñido talle, sus rosadas piernas, sus brazos desnudos y redondos. Precioso atavío llevaba el caballo, que un hombre con casaca roja y un penacho en la cabeza, lleno de cordones, portaba de la brida; después iba Mister Kendall, en traje de oficio, mostrando sus musculosos brazos, en otro caballo. Montaba el tercero Miss orquídea, la bellísima criatura, que sonreía tristemente; en seguida el mono, muy engalanado, caballero en un asno pequeño, y luego “Confitito”, rodeado de muchedumbre de chiquillos que palmoteaban a su lado llevando el compás de la música.
En la esquina se detuvieron y “Confitito” entonó al son de la música esta copla:
Los jóvenes de este tiempo
usan flor en el ojal
y dentro de los bolsillos
no se les encuentra un real.
Una algazara estruendosa coreó las últimas palabras del payaso. Agitó éste su único gorro, dejando al descubierto su pelada cabeza. Rompió el bombo la marcha y todos se perdieron por el fin de la plazoleta hacia los rieles del ferrocarril para encaminarse al pueblo. Una nube de polvo los seguía y nosotros entramos a casa nuevamente, en tanto que la caravana multicolor y sonora se esfumaba detrás de los toñuces, en el salitroso camino.
IV
Mis hermanos apenas comieron. No veíamos la hora de llegar al circo. Vestímonos todos, y listos, nos despedimos de mamá. Mi padre llevaba su “Carlos Alberto”. Salimos, atravesamos la plazuela, subimos la calle del tren, que tenía al final una baranda de hierro, y llegamos al cochecito, que agitaba su campana. Subimos al carro, sonó el pitear de partida; una trepidación; soltase el breque, chasqueó el látigo, y las mulas halaron.
Llegamos por fin al pueblo y poco después al circo. Estaba éste en una estrecha calle. Un grupo de gentes se estacionaban en la puerta que iluminaban dos grandes aparatos de bencina de cinco luces. A la entrada, en la acera, , había mesitas, con pequeños toldos, donde en floreados vasos con las armas de la patria estaba la espumosa blanca chicha de maní, la amarilla de garbanzo y la dulce de “bonito”, las butifarras, que eran panes en cuya boca abierta el ají y la lechuga ocultaban la carne; los platos con cebollas picadas en vinagre, la fuente de “escabeche” con sus yacentes pescados, “la causa”, sobre cuya blanda masa reposaba graciosamente el rojo de los camarones, el morado de las aceitunas, los pedazos de queso, los repollos verdes y el “pisco” oloroso, alabado por las vendedoras…
Entramos por un estrecho callejoncito de adobes, pasamos un espacio pequeño donde charlaban gentes, y al fondo, en un inmenso, corralón, levantábase la carpa. Una gran carpa, de la que salían gritos, llamadas, piteos, risas. Nos instalamos. Sonó una campanada.
-¡Segunda! -gritaron todos, aplaudiendo.
El circo estaba rebosante. La escalonada muchedumbre formaba un gran círculo, y delante de los bajos escalones, separada por un zócalo de lona, la platea, y entre ésta y los palcos que ocupábamos nosotros, un pasadizo. Ante los palcos estaba la pista, la arena donde iban a realizarse las maravillas de aquella noche.
Sonó largamente otro campallinazo.
-¡Tercera! ¡Bravo, bravo!
La música comenzó con el programa: “Obertura por la banda”. Presentación de la compañía. Salieron los artistas en doble fila. Llegaron al centro de la pista y saludaron a todas partes con una actitud uniforme, graciosa y peculiar; en el centro, Miss Orquídea con su admirable cuerpecito, vestido de punto, con zapatillas rojas, sonreía.
Salió el barrista, gallardo, musculoso, con sus negros, espesos y retorcidos bigotes. ¡Qué bien peinado! Saludó. Ya estaba lista la barra. Sacó un pañuelo de un bolsillo secreto en el pecho, colgase, giró retorcido, vertiginosamente, paróse en la barra, pendió de corvas, de brazos, de vientre, hizo rehiletes y, por fin , dio un gran salto mortal y cayó en la alfombra, en el centro del circo. Gran aclamación. Agradeció. Después todos los números del programa. Pasó Miss Blutner corriendo en su caballo; contó éste con la pata desde uno hasta diez; a una pregunta que le hizo su ama de sí dos y dos eran cinco, contestó negativamente con la cabeza, en convencido ademán. Salió Mister Glandys con su oso; bailó éste acompasado y socarrón, pirueteó el mono, se golpeó varias veces el payaso y, por fin, el público exclamó al terminar el segundo entreacto:
-¡El vuelo de los cóndores!
V
Un estremecimiento recorrió todos mis nervios. Dos hombres de casaca roja, pusieron en el circo, uno frente a otro, unos estrados altos, altísimos que llegaban hasta tocar la carpa. Dos trapecios colgados del centro mismo de ésta oscilaban. Sonó la tercera campanada y apareció entre los artistas Miss Orquídea, con su apacible sonrisa; llegó al centro, saludó graciosamente, colgase de una cuerda y la ascendieron al estrado. Paróse en él delicadamente, como una golondrina en un alero breve. La prueba consistía en que la niña tomase el trapecio, que pendiendo del centro, le acercaban con unas cuerdas a la mano, y, colgaba de él, atravesara el espacio, donde otro trapecio la esperaba, debiendo en la gran altura cambiar de trapecio y detenerse nuevamente en el estrado opuesto.
Se dieron las voces, se soltó el trapecio opuesto, y en el suyo la niña se lanzó mientras el bombo –detenida la música- producía un ruido siniestro y monótono. ¡Qué miedo, qué dolorosa ansiedad! ¡Cuánto habría dado yo porque aquella niña rubia y triste no volase! Serenamente realizó la peligrosa hazaña. El público silencioso y casi inmóvil la contemplaba, y cuando a niña se instaló nuevamente en el estrado y saludó segura de su triunfo, el público la aclamó con vehemencia. La aclamó mucho. La niña bajó, el público seguía aplaudiendo. Ella, para agradecer, hizo unas pruebas difíciles en la alfombra, se curvó, su cuerpecito se retorcía como un aro, y enroscada, giraba, giraba como un extraño monstruo, el cabello despeinado, el color encendido. El público aplaudía más, más. El hombre que la traía en el muelle de la mano habló algunas palabras con los otros. La prueba iba a repetirse.
Nuevas aclamaciones. La pobre niña obedeció al hombre adusto casi inconscientemente. Subió, se dieron las voces. El público enmudeció, el silencio se hizo en el circo y yo hacía votos, con los ojos fijos en ella, porque saliese bien de la prueba. Sonó una palmada y Miss orquídea se lanzó… ¿Qué le pasó a la pobre niña? Nadie lo sabía. Cogió mal el trapecio, se soltó a destiempo, titubeó un poco, dio un grito profundo, horrible, pavoroso y cayó como una avecilla herida en el vuelo, sobre la red del circo, que la salvó de la muerte. Rebotó en ella varias veces. El golpe fue sordo. La recogieron, escupió y vi mancharse de sangre su pañuelo, perdida en brazos de esos hombres y en medio del clamor de la multitud.
Papá nos hizo salir, cruzamos las calles, tomamos el cochecito, y yo, mudo y triste, oyéndolos comentarios, no sé qué cosas pensaba contra esa gente. Por primera vez comprendí entonces que había hombres muy malos.
VI
Pasaron algunos días. Yo recordaba siempre con tristeza a la pobre niña; la veía entrar al circo, vestida de punto, sonriente, pálida; la veía después caída, escupiendo sangre en el pañuelo, ¿dónde estaría? El circo seguía funcionando. Mi padre no quiso que fuéramos más. Pero ya no daban “El vuelo de los cóndores”. Los artistas habían querido explotar la piedad del público haciendo palpable la ausencia de Miss orquídea.
El sábado siguiente, cuando había vuelto de la escuela, y jugaba en el jardín con mi hermana, oímos música.
-¡El convite! ¡Los volatineros!...
Salimos en carrera loca. ¿Vendría Miss orquídea?...
¡Con qué ansia vi acercarse el desfile! Pasó el bombo sordo con sus golpes definitivos, los músicos con sus bronces ensortijados, los platillos estridentes, los acróbatas, y después el caballo de Miss orquídea, solo, con un listón negro en la cabeza… Luego el resto de la farándula, el mono impasible haciendo sus eternas muecas sin sentido…
¿Dónde estaba Miss orquídea…
No quise ver más; entré a mi cuarto y por primera vez, sin saber por qué, lloré a escondidas la ausencia de la pobre artista.
VII
Algunos días más tarde, al ir, después del almuerzo, a la Escuela, por la orilla del mar, al pie de las casitas que llegan hasta la ribera y cuyas escalas mojan las olas a ratos, salpicando las terrazas de madera, me senté a descansar, contemplando el mar tranquilo y el muelle, que a la izquierda quedaba. Volví la cara al oír unas palabras en la terraza que tenía a mi espalda y vi algo que me inmovilizó. Vi una niña muy pálida, muy delgada, sentada, mirando desde allí el mar. No me equivocaba: era Miss orquídea, en un gran sillón de brazos, envuelta en una manta verde, inmóvil.
Me quedé mirándola largo rato. La niña levantó hacia mí los ojos y me miró dulcemente. ¡Cuán enferma debería estar! Seguí a la Escuela y por la tarde volví a pasar por la casa. Allí estaba la enfermita, sola. La miré cariñosamente desde la orilla; esta vez la enferma sonrió, sonrió. ¡Ah, quién pudiera ir a su lado a consolarla! Volví al otro día, y al otro, y así durante ocho días. Éramos como amigos. Yo me acercaba a la baranda de la terraza, pero no hablábamos. Siempre nos sonreíamos mudos y yo estaba mucho tiempo a su lado.
Al noveno día me acerqué a la casa. Miss orquídea no estaba. Entonces tuve una sospecha; había oído decir que el circo se iba pronto. Aquel día salía vapor. Eran las once, crucé la calle y atravesé el jirón de la Aduanas. En el muelle vi a algunos de los artistas con maletas y líos, pero la niña no estaba. Me encaminé a la punta del muelle y esperé en el embarcadero. Pronto llegaron los artistas en medio de gran cantidad de pueblo y de granujas que rodeaban al mono y al payaso. Y entre Miss Blutner y Kendall, cogida de los brazos, caminando despacio, tosiendo, tosiendo, la bella criatura. Metíme entre las gentes para verla bajar al bote desde el embarcadero. La niña buscó algo con los ojos, me vio, sonrió muy dulcemente conmigo y me dijo al pasar junto a mí:
-Adiós…
-Adiós…
Mis ojos la vieron bajar en brazos de kendall al botecillo instable; la vieron alejarse de los mohosos barrrotes del muelle; y ella me miraba triste con los ojos húmedos; sacó su pañuelo y lo agitó mirándome; yo la saludaba con la mano, y así se fue esfumando, hasta que sólo se distinguía el pañuelo como una ala rota, como una paloma agonizante, y por fin, no se vio más que el bote pequeño que se perdía tras el vapor…
Volví a mi casa, y a las cinco, cuando salí de la escuela, sentado en la terraza de la casa vacía, en el mismo sitio que ocupara la dulce amiga ,vi perderse a lo lejos en la extensión marina el vapor, que manchaba con su cabellera de humo el cielo sangriento del crepúsculo.
VOCABULARIO
Abnegado: sacrificado, generoso
Adusto: serio
alborozado: regocijado, alegre, contento
algazara: gritería, vocerío, alboroto
amazona: mujer que monta a caballo
anguloso: delgado, de rostro huesudo
atavío: ropa
atronador: ruido ensordecedor
breque: freno de mano
brida: freno del caballo con las riendas y correaje
Carlos Alberto: sombrero elegante que se usaba a inicios del siglo XX
cavilación: meditación
confidente: persona a quien otra confía sus secretos.
cónico: en forma de cono
corva: parte de la pierna opuesta a la rodilla
cuchichear: hablar en voz baja.
de puntillas: en punta de pie
desenfado: soltura
dunas: montículos de arena
desenfado: desenvoltura, desahogo
farándula: compañía de actores ambulantes
foete: látigo
gallardo: apuesto, airoso, grande
granuja: pícaro, palomilla, bribón
grave: serio, serio
halar: jalar
hacer votos: desear
hosco: huraño, adusto, intratable
husmear: oler, olfatear
incrédulo: que no cree con facilidad
impasible: imperturbable
mohoso: cubierto de moho, herrumbe u orín
obertura: pieza musical con que se inicia una ópera
oscilación: vaivén, balanceo
pender: estar colgada alguna cosa
pirueta: salto, cabriola
polaina: media que cubre la pierna hasta la rodilla.
prodigio: milagro, maravilla
rebosante: muy lleno
regazo: seno
rehilete: ruido
rendija: abertura, grieta, hendedura
respingada: nariz con la punta levantada
siniestro: inclinado a lo malo
socarrón: taimado, bellaco,
titubear: vacilar, dudar o tambalearse
toñuz: planta de la costa
trepidación: temblor, estremeciento
volatinero: equilibrista
COMPRENSIÓN LECTORA
1.- ¿Por qué llegó demasiado tarde el niño Abraham a su casa?
2.- ¿Cómo fue recibido el niño Abraham cuando llegó tarde a su hogar?
3.- ¿Quién la visitó en su cuarto cuando estuvo sentado en la cama con la cabeza inclinada?
4.- ¿Qué le dijo la madre a su hijo Abraham? ¿Qué cosas pasaron por la mente del niño?
5.- ¿Qué soñó el niño Abraham?
6.- ¿Qué regaló a sus hijos después de terminar el almuerzo?
7.- ¿En que consiste el “convite”?
8.- ¿Qué números artísticos se desarrollaron antes que “el vuelo de los cóndores?
9.-¿Cómo se desarrolló la gran actuación artística de Miss Orquídea?
10.- ¿Cómo terminó el cuento?
Lima, 16 de junio de 2012 Rafael Alvarado Castillo
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