A la entrada de un extenso bosque vivía un leñador con su mujer y un
solo hijo, que era una niña de tres años de edad; pero eran tan pobres
que no podían mantenerla, pues carecían del pan de cada día. Una mañana
fue el leñador muy triste a trabajar y cuando estaba partiendo la leña,
se le presentó de repente una señora muy alta y hermosa que llevaba en
la cabeza una corona de brillantes estrellas, y dirigiéndole la palabra
le dijo: "Soy la señora de este país; tú eres pobre miserable; tráeme a
tu hija, la llevaré conmigo, seré su madre y tendré cuidado de ella." El
leñador obedeció; fue a buscar a su hija y se la entregó a la señora,
que se la llevó a su palacio. La niña era allí muy feliz: comía
bizcochos, bebía buena leche, sus vestidos eran de oro y todos
procuraban complacerla. Cuando cumplió los catorce años, la llamó un día
la señora, y la dijo: "Querida hija mía, tengo que hacer un viaje muy
largo; te entrego esas llaves de las trece puertas de palacio, puedes
abrir las doce y ver las maravillas que contienen, pero te está
prohibido tocar a la decimotercia que se abre con esta llave pequeña;
guárdate bien de abrirla, pues te sobrevendrían grandes desgracias." La
joven prometió obedecer, y en cuanto partió la señora comenzó a visitar
las habitaciones; cada día abría una diferente hasta que hubo acabado de
ver las doce; en cada una se hallaba el sitial de un rey, adornado con
tanto gusto y magnificencia que nunca había visto cosa semejante.
Llenábase de regocijo, y los pajes que la acompañaban se regocijaban
también como ella. No la quedaba ya más que la puerta prohibida, y tenía
grandes deseos de saber lo que estaba oculto dentro, por lo que dijo a
los pajes que la acompañaban. "No quiero abrirla toda, mas quisiera
entreabrirla un poco para que pudiéramos ver a través de la rendija." -
"¡Ah! no," dijeron los pajes, "sería una gran falta, lo ha prohibido la
señora y podría sucederte alguna desgracia." La joven no contestó, pero
el deseo y la curiosidad continuaban hablando en su corazón y
atormentándola sin dejarla descanso. Apenas se marcharon los pases, dijo
para sí: "Ahora estoy sola, y nadie puede verme." Tomó la llave, la
puso en el agujero de la cerradura y la dio vuelta en cuanto la hubo
colocado. La puerta se abrió y apareció, en medio de rayos del más vivo
resplandor, la estatua de un rey magníficamente ataviada; la luz que de
ella se desprendía la tocó ligeramente en la punta de un dedo y se
volvió de color de oro. Entonces tuvo miedo, cerró la puerta muy ligera y
echó a correr, pero continuó teniendo miedo a pesar de cuanto hacía y
su corazón latía constantemente sin recobrar su calma habitual; y el
color de oro que quedó en su dedo no se quitaba a pesar de que todo se
la volvía lavarse.
Al cabo de algunos días volvió la señora de su viaje, llamó a
la joven y la pidió las llaves de palacio; cuando se las entregaba la
dijo: "¿Has abierto la puerta decimatercera?" - "No," la contestó. La
señora puso la mano en su corazón, vio que latía con mucha violencia y
comprendió que había violado su mandato y abierto la puerta prohibida.
Díjola sin embargo otra vez. "¿De veras no lo has hecho?" - "No,"
contestó la niña por segunda vez. La señora miró el dedo, que se había
dorado al tocarle la luz; no dudó ya de que la niña era culpable y la
dijo por tercera vez: "¿No lo has hecho?" - "No," contestó la niña por
tercera vez. La señora la dijo entonces: "No me has obedecido y has
mentido, no mereces estar conmigo en mi palacio."
La joven cayó en un profundo sueño y cuando despertó estaba
acostada en el suelo, en medio de un lugar desierto. Quiso llamar, pero
no podía articular una sola palabra; se levantó y quiso huir, mas por
cualquiera parte, que lo hiciera, se veía detenida por un espeso bosque
que no podía atravesar. En el círculo en que se hallaba encerrada
encontró un árbol viejo con el tronco hueco que eligió para servirla de
habitación. Allí dormía por la noche, y cuando llovía o nevaba,
encontraba allí abrigo. Su alimento consistía en hojas y yerbas, las que
buscaba tan lejos como podía llegar. Durante el otoño reunía una gran
cantidad de hojas secas, las llevaba al hueco y en cuanto llegaba el
tiempo de la nieve y el frío, iba a ocultarse en él. Gastáronse al fin
sus vestidos y se la cayeron a pedazos, teniendo que cubrirse también
con hojas. Cuando el sol volvía a calentar, salía, se colocaba al pie
del árbol y sus largos cabellos la cubrían como un manto por todas
partes. Permaneció largo tiempo en aquel estado, experimentando todas
las miserias y todos los sufrimientos imaginables.
Un día de primavera cazaba el rey del país en aquel bosque y
perseguía a un corzo; el animal se refugió en la espesura que rodeaba
al viejo árbol hueco; el príncipe bajó del caballo, separó las ramas y
se abrió paso con la espada. Cuando hubo conseguido atravesar, vio
sentada debajo del árbol a una joven maravillosamente hermosa, a la que
cubrían enteramente sus cabellos de oro desde la cabeza hasta los pies.
La miró con asombro y la dijo: "¿Cómo has venido a este desierto?" Mas
ella no le contestó, pues le era imposible despegar los labios. El rey
añadió, sin embargo. "¿Quieres venir conmigo a mi palacio?" Le contestó
afirmativamente con la cabeza. El rey la tomó en sus brazos; la subió en
su caballo y se la llevó a su morada, donde la dio vestidos y todo lo
demás que necesitaba, pues aun cuando no podía hablar, era tan bella y
graciosa que se apasionó y se casó con ella.
Había trascurrido un año poco más o menos, cuando la reina
dio a luz un hijo; por la noche, estando sola en su cama, se la apareció
su antigua señora, y la dijo así: "Si quieres contar al fin la verdad, y
confesar que abriste la puerta prohibida, te abriré la boca y te
volveré la palabra, pero si te obstinas e insistes en el pecado e
insistes en mentir, me llevaré conmigo tu hijo recién nacido." Entonces
pudo hablar la reina, pero dijo solamente: "No, no he abierto la puerta
prohibida." La señora la quitó de los brazos su hijo recién nacido y
desapareció con él. A la mañana siguiente, como no encontraban el niño,
se esparció el rumor entre la servidumbre de palacio de que la reina era
ogra y le había matado. Todo lo oía y no podía contestar, pero el rey
la amaba con demasiada ternura para creer lo que se decía de ella.
Trascurrido un año, la reina tuvo otro hijo; la señora se la
apareció de nuevo por la noche y la dijo: "Si quieres confesar al fin
que has abierto la puerta prohibida te volveré a tu hijo, y te desataré
la lengua, pero si te obstinas en tu pecado y continúas mintiendo, me
llevaré también a este otro hijo." La reina contestó lo mismo que la vez
primera: "No, no he abierto la puerta prohibida." La señora cogió a su
hijo en los brazos y se le llevó a su morada. Por la mañana cuando se
hizo público que el niño había desaparecido también, se dijo en alta voz
habérsele comido la reina y los consejeros del rey pidieron que se la
procesase; pero la amaba con tanta ternura que les negó el permiso, y
mandó no volviesen a hablar más de este asunto bajo pena de la vida.
Al año tercero la reina dio a luz una hermosa niña, y la
señora se presentó también a ella durante la noche, y la dijo:
"Sígueme." La cogió de la mano, la condujo a su palacio, y la enseñó a
sus dos primeros hijos, que la conocieron y jugaron con ella, y como la
madre se alegraba mucho de verlos, la dijo la señora: "Si quieres
confesar ahora que has abierto la puerta prohibida, te volveré a tus dos
hermosos hijos." La reina contestó por tercera vez: "No, no he abierto
la puerta prohibida." La señora la volvió a su cama, y la tomó su
tercera hija.
A la mañana siguiente, viendo que no la encontraban, decían
todos los de palacio a una voz: "La reina es ogra, hay que condenarla a
muerte." El rey tuvo en esta ocasión que seguir el parecer de sus
consejeros; la reina compareció delante de un tribunal y como no podía
hablar ni defenderse, fue condenada a morir en una hoguera. Estaba ya
dispuesta la pira, atada ella al palo, y la llama comenzaba a rodearla,
cuando el arrepentimiento tocó a su corazón. "Si pudiera," pensó entre
sí, "confesar antes de morir que he abierto la puerta." Y exclamó: "Sí,
señora, soy culpable." Apenas se la había ocurrido este pensamiento,
cuando comenzó a llover y se la apareció la señora, llevando a sus lados
los dos niños que la habían nacido primero y en sus brazos la niña que
acababa de dar a luz, y dijo a la reina con un acento lleno de bondad:
"Todo el que se arrepiente y confiesa su pecado es perdonado." La
entregó sus hijos, la desató la lengua y la hizo feliz por el resto de
su vida.
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