DOCENTE DE PRIMARIA

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sábado, 12 de abril de 2014

Espanto, un monstruito amigable

Dicen que había un pueblo en el que sólo habitaban monstruitos. Un pueblo pequeño y alejado de los otros pueblos.
Dicen también que sus habitantes tenían diferentes tamaños y eran de muy distintos colores, pero todos muy feitos y monstruos al fin.
Era un pueblo solitario, nadie lo visitaba, ni siquiera se detenían aunque más no fuera por un ratito cortito.
Sus habitantes no eran monstruos malos, sino picarones. Vaya a saber por qué razón habían nacido con esas largas narices o pelos hasta los pies; cabezas gigantes o patas tan altas como rascacielos.
Por naturaleza les gustaba asustar. En realidad, como no llegaba ningún extraño, se asustaban entre ellos. Mucho miedo no les daba en rigor de verdad, pero peor era aburrirse como hongos.
En el pueblo había un monstruito llamado Espanto. No era lo que se dice bonito, pero sí vistoso. Era de color verde fluorescente y tenía una trompa parecida a la de un elefante, pero más finita. Ojos saltones y patas flacas y largas.
Espanto era diferente al resto, no disfrutaba de asustar a nadie, ni siquiera a sus vecinos. Vivía esperando que alguien pasara por allí para conocer gente y hacerse amigos, pero esto parecía algo imposible.
Espanto se daba cuenta que nadie se animaba a visitar el pueblito. El no quería que le temieran, sino que lo quisieran. Deseaba tener amigos, ni más, ni menos. Parecía algo difícil para alguien de color verde fluo, trompa similar a la de un elefante y ojos saltones.
Sabiendo que nadie llegaría, un día partió de su pueblo en busca de personas a quienes ofrecerles todo lo que su corazón tenía para dar.
Todos le dijeron que estaba loco, que nadie le prestaría atención, es más, que saldrían corriendo al verlo.
Un problema a resolver era que en el pueblo de los monstruitos no se saludaban con un “hola”, sino con un “buuu”. Espanto sabía que no sería una buena forma de acercarse a alguien, sin que saliera corriendo.
Aún así partió. Con una mochilita a cuestas y el firme propósito de no dejar escapar ningún “buuu”, emprendió su viaje en busca de amigos.
En el primer pueblo que visitó no le fue muy bien que digamos. La primera persona que vio fue una mujer que colgaba la ropa de una soga en su jardín. Tal fue el entusiasmo de Espanto, quien en el apuro por saludar, se olvidó de su propósito y le salió un “buuu” largo y sostenido. La pobre señora salió corriendo, revoleando las medias y calzones por todo el jardín.
Inútiles fueron los intentos del monstruito por convencer a la pobre señora que venía en son de paz y que sólo buscaba su amistad.
Desilusionado y con la cabeza gacha fue a visitar otro pueblo.
Esta vez, se encontró con unos niños que jugaban en la plaza del pueblo, fue tal la alegría de Espanto que salió corriendo a su encuentro con los brazos extendidos. El pobre monstruito sólo quería abrazar a los pequeños, pero ninguno de ellos pensó eso. Creyendo que venía a asustarlos, corrieron aún más que la señora del primer pueblo, se soltaron de las hamacas, salieron volando de los sube y baja. No hubo niño que no escapase gritando de la plaza. Dicen que por mucho tiempo, nadie volvió a ella.
Espanto siguió su camino aún más triste de lo que ya estaba. Esta vez no había sido el “buuu” lo que había asustado a los niños, sino él mismo. De todas formas, tantas eran las ganas de tener un amigo que no pensaba bajar los brazos.
Llegó al siguiente pueblo. Encontró a un ancianito quien, como podía, pintaba el cartel de bienvenida. Don José tenía puestos unos lentes con los vidrios partidos y era evidente, por los trazos del cartel, que su vista no era buena.
– ¡Hola muchacho! – Dijo el anciano para sorpresa de Espanto, quien no pudo articular palabra.
– Te ves algo pálido ¿Te sientes bien? – continuó el abuelito.
– Si … gracias…. – contestó tímidamente Espanto.
– Pues, deja ya de mirarme muchacho ¡Ni que fuera un monstruo! – agregó Don José.
– No fue mi intención caballero – Replicó el asombrado monstruito – es que no ha salido corriendo al verme y eso me resulta extraño.
– ¿Y por qué habría de salir corriendo jovencito? Convengamos que tu nariz en un poco prominente, te noto un poco pálido y tus piernas son demasiado delgadas, pero en fin, defectos tenemos todos.
Espanto no podía creer no sólo que Don José no se hubiera asustado, sino que parecía muy entusiasmado en entablar conversación.
– ¿De dónde vienes jovencito? Estimo que de lejos seguro, no tienes buen color y tus ojos están un poco saltones, se nota que estás agotado, puedes descansar aquí y hacerme compañía mientras pinto – dijo el anciano.
Pasaron toda la tarde conversando. Se sintieron muy a gusto uno con el otro. Don José no paraba de hablar y Espanto no dejaba de escuchar.
Llegó la noche. Espanto ayudó al abuelito a juntar sus pinceles y pinturas. Don José debía volver a su casa.
– Ven conmigo muchacho, no te caerá nada mal algo caliente para comer
– No gracias Don José no tengo hambre, nos vemos mañana – Contestó Espanto.
– ¿Ves porque tienes ese mal semblante y las piernas tan flacas? Debes comer – insistió Don José.
– Otro día, le prometo que será otro día ¿Nos veremos mañana? Preguntó el monstruito muy ilusionado.
– Aquí estaré muchacho, ya has visto, ese cartel da mucho trabajo, aún no lo termino.
Los nuevos amigos se despidieron. Espanto decidió que pasaría la noche allí y esperaría al día siguiente para ver a su amigo, no quería arriesgarse a ser visto por alguien que se asustase.
Por su parte, Don José llegó a su hogar más que feliz. Hacía mucho tiempo que nadie lo escuchaba con atención. Todos en su casa estaban demasiado ocupados para conversar con él y por eso el anciano se iba todas las tardes a pintar una y otra vez el mismo cartel.
Les contó sobre su nuevo amigo y cómo se habían entendido desde un principio. Les dijo que seguramente no se encontraba bien de salud por su aspecto, pero que era muy agradable.
– Si está enfermo -dijo su hija- dile que venga la próxima vez contigo y veremos en qué lo podemos ayudar.
El día siguiente amaneció diferente tanto para el anciano, como para el monstruito. Uno tenía alguien que lo escuchaba y prestaba atención y el otro, alguien a quien ofrecerle su amistad y que no se asustaba por su aspecto.
No bien terminó de almorzar, Don José –pinturas en mano- se fue a la entrada del pueblo a pintar una vez más el cartel. Ansioso lo esperaba su amigo.
– Perdona si te parezco entrometido, pero ¿has pensado alguna vez en hacerte una cirugía de nariz muchacho? Preguntó el abuelo – Otra cosa, no me has dicho tu nombre aún ¿cómo te llamas?
– Es… Es…. Espanto – dijo tartamudeando el monstruito.
– ¿Edgardo? Lindo nombre jovencito. No tienes buena dicción tampoco, pero bueno no es nada grave- comentó Don José.
Así pasaron unos días y la amistad era cada vez más fuerte. Se encontraban cada tarde y conversaban hasta la noche.
En el hogar del anciano se escuchaba tanto hablar del famoso Edgardo que todos querían conocerlo.
– Lo traes hoy a cenar como sea, me muero de ganas de conocer a tu amigo – dijo la hija.
Don José partió –pinturas en mano nuevamente- a encontrarse con su amigo. Esta vez dispuesto a convencerlo de llevarlo a su casa.
- No es buena idea Don José, yo se lo que le digo
– ¿Higos? No, hijo, no habrá higos, no te preocupes y si hay, nadie te obligará a comerlos. Si no vienes hoy tendré que creer que me estás despreciando – Dijo el abuelo, mientras pintaba el árbol que se encontraba al lado del cartel y no el cartel mismo.
Era tal el agradecimiento y cariño que Espanto sentía por el abuelo que aún sabiendo que no sería bienvenido, aceptó ir. No quería que su amigo, el único que había logrado tener, sufriera por ningún motivo.
Llegó la noche y emprendieron el camino hacia la casa del abuelo. Era tal el miedo que sentía Espanto que temblaba como una hoja.
– ¡Qué habías resultado flojo muchacho! Estamos en primavera y tiemblas como si la temperatura fuera bajo cero. Ya decía yo que te alimentas mal. Ten este abrigo. Mi hija me lo da aunque sea verano, teme que me resfríe, pero a ti te hace más falta que a mi.
Espanto tomó el abrigo, no porque tuviese frío precisamente, sino para taparse lo más posible y que fuese menor el impacto al entrar en la casa.
No bien llegaron, Don José abrió la puerta con tanta fuerza y entusiasmo que sin querer golpeó a Espanto y el abrigo que lo cubría cayó al piso.
Los gritos no se hicieron esperar. Los pequeños se escondieron debajo de la mesa y se taparon con el mantel, tal fue el salto que pegó la hija del anciano que terminó colgada de la bombita de luz y meciéndose como si fuese un bebé. El esposo, mientras tanto tomó un sartén con una mano y un palo de amasar con la otra para defender a la familia de semejante visitante.
– Pero mira que has alegrado a la familia con tu visita querido Edgardo, mira el revuelo que has producido – comentó inocente Don José.
– ¡Papá es un monstruo! ¿No te das cuenta? ¿No ves su aspecto? Preguntó la hija mientras seguía meciéndose y ya casi a punto de caer al piso.
– Se que está un poco desmejorado el muchacho, no es lo que se dice lindo tampoco, pero es mi amigo. Me escucha, conversamos. Hace tiempo no me sentía tan feliz y acompañado por alguien.
Mientras decía esto, Don José pasaba su brazo por la espalda de su amigo y le daba palmaditas. Espanto estaba mudo.
– ¿No te das cuenta papá? ¡No es como nosotros! Gritó la hija y ahí sí, cayó al piso redonda con la bombita en la mano.
– Tienes razón hija, no es como ustedes. Edgardo me escucha, me presta atención, le interesa lo que yo tengo para decirle, es un gran amigo y un mejor compañero.
Algún tiempo pasó hasta que la familia depuso actitudes. Los pequeños salieron de debajo de la mesa, el yerno soltó el palo de amasar y el sartén y la hija se paró, dejó la bombita en la mesada y ofreció asiento a Edgardo.
Cuando todos se dispusieron a escuchar, cosa que no hacían habitualmente, comprendieron lo que parecía incomprensible.
Por extraño que pareciera, este monstruito nada tenía de malo, por el contrario, había hecho muy feliz a Don José. Cierto era que el anciano, con la poca vista que tenía y los lentes en pésimas condiciones, no veía realmente el aspecto de su amigo. De todas maneras, no le hacía falta cambiar de anteojos para ver lo que Espanto o Edgardo tenían en su corazón.
Costó un poco, pero no sólo la familia de Don José se acostumbró a la presencia de Espanto, sino el pueblo entero también.
Gracias a la hermosa amistad que el monstruito y el abuelo mantenían, todo empezó a cambiar. Los monstruitos empezaron a salir del pueblo y recibían las visitas de pueblos vecinos. Ya no asustaban a nadie, excepto a ellos mismos, según ellos “para no perder el hábito”.
Don José conoció a todos los habitantes del pueblo de su amigo, de ninguno se asustó, sólo repetía sin cesar:
– Hay muchacho ¡vaya que comen mal en tu pueblo! ¡Qué desmejorados están todos!

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